A todos nos ha pasado. Hay determinados momentos en la vida en la que sucede algo imprevisto que da un giro brusco a tu recorrido vital. A veces es un puesto de trabajo, un amor o un intercambio de palabras con alguien a quien no veías desde hacía tiempo. Pero también sucede con una película, ese libro que a partir de ahora te acompañará en cada viaje o una canción que te transporta al momento exacto en el que mudaste tu antigua piel en busca de una nueva. De repente una nueva idea resuena en tu cerebro. Es imposible evitarla y el goteo de preguntas a su paso se hace cada vez más incesante.
Cada día nos convertimos en otro, siempre en constante cambio. En ese proceso, hay determinadas obras que tienen la habilidad de conectar con el yo que dejamos atrás o que nos acercan a la determinación de quienes queremos ser, proyectando una idea que solo el tiempo decidirá si se materializa o queda en el reino de los sueños. Curiosamente perseguimos tanto la meta que un día, ya bastante lejos de quienes un día fuimos, nos invade la añoranza de recordar el punto de partida.
El director de cine Steven Spielberg, a sus setenta y seis años, ha dejado de perseguir esa entelequia. No es que lo necesitara, por otro lado. Responsable de películas como E.T., el extraterrestre, Parque Jurásico, Tiburón, Indiana Jones o La Lista de Schindler, ya no tiene que demostrar nada al gran público. Por eso me causaba cierta curiosidad saber qué tenía aún que contar un narrador que parece haber agotado todas las posibilidades y fórmulas en décadas de contribución al cine. Con Los Fabelman, su última producción, aspira hasta a siete categorías en los Premios Oscar en lo que trata de ser un homenaje al celuloide.
No es la primera vez que Spielberg demuestra su amor y respeto al medio. A fin de cuentas, en películas como En busca del arca perdida (1981) se inspiró en el cine de aventuras de los años treinta, mientras que en Atrápame si puedes (2002) hizo lo propio con las películas de crimen de los años sesenta. Y es evidente que Spielberg es un director más que solvente. Jamás me atrevería a afirmar lo contrario. Sin embargo, en Los Fabelman algo no funciona. Sigue teniendo el pulso de los grandes autores que cuentan con la mirada, pero falta emoción en una cinta que exigía precisamente colocar al espectador en una posición vulnerable para así conectar con su historia.
Y tal vez ese sea el problema, la propia trama. Se trata de una película semiautobiográfica sobre la propia juventud de Spielberg en la década de los años cincuenta. Sammy Fabelman, el niño protagonista y encarnación del director, explora desde pequeño su amor al cine al tiempo que debe hacer frente a los conflictos familiares que se desarrollan en casa con una madre artista y un padre ingeniero. Los Fabelman intenta erigirse en una apología acerca del poder transformador del cine para forjar identidades y redescubrir la belleza del mundo, pero lo hace sin gracia, con un estilo demasiado naíf que cae con regularidad en lugares comunes.
Solo su emotivo inicio y los diez últimos minutos recuperan el vuelo poético, gracias en parte a convertir en ficción una de las anécdotas más repetidas por el cineasta y que da buena cuenta de esos encuentros que consiguen cambiarte la vida. Me refiero al momento en el que, siendo aún un joven sin apenas experiencia, conoce a John Ford. Es una lástima que solo entonces atisbemos la chispa de su genio, pues cuando quieres darte cuenta ya aparecen las escenas de créditos.
Las coincidencias han querido que en estas últimas semanas haya visto una obra que comparte propósito similar, pero con sensaciones opuestas. Arrebato, dirigida por Iván Zulueta en 1979, es de esas llamadas películas de culto que con el tiempo ha soportado todo tipo de interpretaciones, análisis y relecturas causando una profunda huella en generaciones de cineastas. Fue una de las primeras películas españolas en adoptar el lenguaje cinematográfico de vanguardia y la experimentación formal jugando con el montaje, la manipulación de sonidos y una poderosa narración en off con la finalidad de crear una atmósfera enigmática que sugiere, pero nunca revela sus trucos.
Pienso en las similitudes y diferencias entre ambas cintas más allá de las cuatro décadas que las separan. Por qué la primera me resulta apática, mientras que la segunda sigue dando vueltas en mi mente mucho tiempo después. En este sentido, Spielberg es complaciente en su mirada sobre qué es el cine porque a fin de cuentas trata de fotografiar un instante de su vida y a partir de ahí universalizar un sentimiento. Por el contrario, Zulueta usa el medio fílmico como ensayo para reflexionar sobre el poder evocador de la imagen. Se plantea interrogantes, pero deja al espectador la búsqueda de sus propias respuestas. Es el arte de la máscara.
La película explora temas como la adicción, la dependencia, el deseo y la identidad, todo ello con una sensación de inquietud que lenta pero inexorablemente te va consumiendo como al propio protagonista. Y es que Arrebato coloca el foco sobre José Sirgado, un director de serie B en plena crisis creativa y personal. Es entonces cuando recibe un misterioso paquete con una serie de grabaciones que se dispone a ver. Las cintas las envía Pedro, un extravagante muchacho cuya obsesión por controlar el ritmo de sus películas lo conduce a una espiral de autodestrucción. El hallazgo de las cintas despertará la curiosidad de José, quien pronto se verá tentado a seguir los pasos de Pedro en busca del “arrebato”.
Y ahí comienza lo fascinante. Pedro es víctima y verdugo del cine al que rinde pleitesía, pero que al mismo tiempo lo atormenta. Su vida consiste en filmar cuanto ve en su Super 8, ansioso porque no encuentra en aquel material lo que busca y a lo que no consigue poner nombre. Poco a poco su neurosis aumenta. Quiere capturar las pausas, controlar el ritmo de las imágenes que pasan por delante del objetivo y revisa con sumo cuidado los puntos de fuga como si cifraran una realidad oculta ante sus ojos. Pero no lo consigue. Llora viendo sus películas porque las considera insuficientes. El chico pálido y misterioso anhela obtener del cine una experiencia cercana al éxtasis que a veces atisba como un breve destello que desaparece antes de que pueda registrarlo. Es un fotograma rojo entre miles de negativos. ¿Quién aparece en los vídeos que grabamos? ¿Observar la realidad a través de una cámara es una forma de preservar el infinito o solo lo deforma? Son preguntas que nos hacemos mientras contemplamos a alguien con nuestra cara gesticular en la pantalla. Ese fui yo en un tiempo. Ahora lo desconozco.
Pedro aparece como un ser casi sobrenatural, conocedor de algo que escapa a nuestro entendimiento. Se ha asomado al abismo y ahora no puede vivir sin el vértigo que lo causa. Sus movimientos erráticos son los de un vampiro, símbolo de la adicción y dependencia que refuerza la idea de que el cine se alimenta de nuestra energía emocional y psicológica. En la película, José Sirgado queda cautivado por la cinta que le manda Pedro. Ejerce en él un tipo de embrujo que no le deja ni dormir. En cuanto comienza la proyección, se siente incapaz de pararla tratando de hallar nuevos significados hasta quedar atrapado (literal y metafóricamente) en sus imágenes.
En la búsqueda del arrebato definitivo, Zulueta coquetea con las drogas, juegos de espejos e identidades múltiples. No es casual que los personajes continuamente se pinchen heroína como una forma de escapar del mundo y al mismo tiempo un mecanismo para acercarse al éxtasis. De hecho, Arrebato es un chute del que cuesta trabajo recuperar la consciencia.
El espejo se convierte así en un objeto predominante en escena. A menudo los personajes se quedan mirándose en ellos, tratando de identificar lo que ven al otro lado. Es como si el cine fuera una especie de espejo en el que nos vemos a nosotros mismos y al mismo tiempo algo desconocido que nos intriga. También sugiere que el cine puede crear una imagen distorsionada de la realidad, una imagen que puede ser tan atractiva como peligrosa. La doble identidad se presenta así confundiéndonos y desconcertándonos por igual. Ocurre con Pedro, al que incluso le cambia el tono de voz, pero también con Ana o el propio José. Es como si les hubieran arrebatado una parte de ellos mismos.
Pero lo atrevido de Arrebato es cómo desafía las convenciones del cine de la época en España. No es de extrañar que en su estreno fuese un rotundo fracaso. Zulueta se sirve de técnicas experimentales para crear una narrativa confusa y fragmentada que refleja el estado mental de los personajes. La película ha sido interpretada de muchas maneras por los críticos y espectadores. Algunos la han visto como una crítica a la industria del cine, que puede ser tan adictiva como cualquier droga, mientras que otros la han interpretado como una reflexión sobre la naturaleza del arte y la creatividad. A eso se suma la exploración de temas psicológicos y existenciales que van desde la búsqueda de la identidad a la lucha contra la propia mortalidad.
Todo alrededor de la cinta es tan misterioso como lo que cuenta. El actor que encarna a Pedro, Will More, desapareció durante una larga temporada durante el que se propagaron todo tipo de rumores sobre su vida hasta que finalmente falleció en 2017. Iván Zulueta, por su parte, jamás volvió a dirigir una película, convirtiéndose así en una especie de obra maldita que el público se ha encargado de poner en valor con el paso de los años. Como curiosidad, parte del equipo se reunió veinte años más tarde en un documental llamado Arrebatos donde comentan algunas curiosidades sobre el rodaje.
Si estáis preparados para abrazar un éxtasis mayor que el de Teresa de Jesús, os recomiendo su visionado. En un periodo en el que España estaba sumida en la crisis de la heroína (en alguna carta futura me gustaría hablar del cine quinqui, pero eso es otro jardín), Zulueta fue más allá de lo evidente y convirtió la iconografía atribuida al consumo de sustancias en un alegoría al cine y sus embriagadores efectos. Yo sigo arrebatado desde que la vi.
Un abrazo,
Sergio ❤️