El arte de mirar
Hola, queridas/os:
Os tengo un poco abandonados. Es difícil encontrar tiempo libre y ser constantemente creativo cuando estás sumergido en la precariedad, supongo. Eso no significa que no me hayan pasado cosas o me falten momentos en los que disfrutar de una buena película, lectura o sencillamente algo estimulante que me haga escapar de mi cabeza. Estos días hemos cambiado la distribución de los cuadros en mi casa y ha sido entonces cuando, en el proceso de quitar los marcos, limpiarlos y buscar su nuevo espacio, caí en la cuenta de lo mucho que me habían impactado algunas de esas imágenes a lo largo de la vida a fuerza de mirarlas un día tras otro durante años. De manera inesperada brotó un sentimiento que variaba de forma y sentido según el lienzo. Algunos me resultaban indiferentes, mientras que otros me despertaban melancolía, sosiego o, por el contrario, desdén.
De entre todos ellos, ahí se encontraba el gran cartel enmarcado que siempre nos recibía al final de las escaleras del piso de arriba, lugar de paso obligado para ir a los dormitorios. Era una imagen terrorífica. Un torero mataba a su víctima en el ruedo sobre el nombre de Espartaco en letras mayúsculas a modo de cartel anunciando una de sus corridas. Un objeto inusual en una casa en la que nadie mostró nunca ningún tipo de afección por la tauromaquia. Es más, jamás he ido a una plaza de toros. Sin embargo, ahí estaba presidiendo el largo pasillo de la segunda planta que conecta con el resto de la casa. Cuando iba a dormir y subía los escalones, ya casi vencido por el sueño, la silueta del matador aparecía ante mis ojos.
Al crecer me interesé por el origen del póster. ¿Quién lo había traído y por qué lo teníamos colgado en un lugar tan transitado? La respuesta recuerdo que no me satisfizo demasiado. Pertenecía a un pariente lejano por parte de mi familia paterna, un obsequio de mal gusto que nos acompañó hasta que nos deshicimos de él tras la separación de mis padres. Ninguno de los dos mostró interés alguno en quedarse con aquel trozo de papel enmarcado. Pero ahí está de nuevo ahora, cubierto de polvo mirándome desde el altillo. El torero alza el capote esperando al toro de rodillas. Una imagen grotesca que tras mirar de reojo devuelvo a su oscuro rincón. Jamás una sola pared de esta casa volverá a pertenecerle.
Vuelvo a nuestro amigo Roland Barthes cuando pienso en la fuerza de las imágenes. En La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980) reflexiona acerca de las fotografías desde un punto de vista personal, partiendo de una experiencia propia. Se trata de un libro de cabecera para multitud de críticos que han visto en él un pilar fundamental de la teoría de la fotografía y, aunque ya está muy sobado con citas repetidas hasta la extenuación, no pierde por ello ningún tipo de vigencia. Barthes lamenta en el texto que nadie hablara de aquellas fotos que le interesaban, las que de algún modo le evacaban un tipo de placer o emoción poniendo como ejemplo una fotografía de su madre que cobra especial significado.
Ese es el punto de partida que sirve al autor para sopesar qué implicaciones tiene una imagen, cómo interviene la memoria y la visión que adoptamos cuando nos situamos frente a ella. Un acercamiento sencillo y humano que rehúye de los círculos académicos, a veces tan empeñados en métodos densos y obtusos que pierden el foco sobre el objeto de estudio. Respecto al valor que poseen, Barthes sostiene que "en el fondo, la fotografía es subversiva y no cuando asusta, trastorna o incluso estigmatiza, sino cuando es pensativa". Y es que, por más que veía a su madre en los álbumes familiares que tenía por casa, no conseguía reconocerla. La que aparecía era ella, no cabía la menor duda, pero al mismo tiempo la persona capturada en ese papel no era la mujer que conocía. Tenía su forma, pero no el fondo. No fue hasta dar con lo que llamó "la foto del invernadero" cuando dio con la que consideraba su esencia. En ella aparecía su madre con cinco años, físicamente cambiada, pero en una pose que identificó con la persona mayor que recordaba. Fue un hallazo trascendental que, sin embargo, sabía que solo tendría esa significación para sí mismo. De cara a los demás no sería más que una imagen indiferente, una manifestación como tantas otras de lo cotidiano.
"La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente".
¿Qué sentiría aquel pariente que nos regaló el siniestro cartel de la corrida de toros? ¿Qué intentaba transmitir dicha imagen? ¿Épica? ¿Gallardía? ¿Belleza? El modo de acercarnos a las imágenes es lo que da respuesta a dicho interrogante. Barthes hace una distinción entre tres emociones o intenciones: hacer, experimentar y mirar. Como consecuencia, se refiere al operador -es decir, el fotógrafo-, spectator y spectrum, que sería lo fotografiado, cuya raíz guarda relación con la palabra "espectáculo" a la que añade lo terrible que aguarda en toda imagen: el regreso de lo muerto:
"Sea lo que sea lo que ella ofrezca a la vista y sea cual sea la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos"
Pero Barthes no es fotógrafo, por lo que no puede hablar de composición, lentes ni encarnar el rol del que toma la instantánea. Su experiencia es "la del sujeto mirado y la del sujeto mirante", lo cual no es precisamente baladí. La sensibilidad se origina en la mente del espectador que asiste al proceso, quien construye la significación en base a sus códigos, ya sean propios o heredados.
La historia del mundo es también una historia de miradas y cómo se han configurado a lo largo de los siglos. Incluso en los gestos más sutiles se advierten los condicionantes culturales y sociales que rigen hacia dónde se dirigen nuestros ojos y el valor que le confieren. Por extraño que parezca, nadie nos ha enseñado a mirar y muchas personas transitan por sus vidas mirando su alrededor sin ver nada. Somos murciélagos mirándonos sin ojos, como cantaba Algora. He reparado en esta verdad hace bien poco. Historia y arte de la mirada (2017) o The Story of Looking en su versión en inglés es un ensayo del historiador y divulgador de arte Mark Cousins en el que repasa con multitud de ejemplos cómo se ha configurado la mirada en las diferentes civilizaciones hasta hoy día con las multipantallas y redes sociales.
La idea no quedó ahí. El año pasado presentó en varios festivales la adaptación de ese proyecto literario convertido en documental. Lo hace sin grandes aspavientos ni parrafadas pretenciosas, sino a través de su propia realidad. Todo comienza con Cousins tumbado en su cama hablando a su videocámara casera. Al día siguiente entrará al quirófano para operarse de cataratas. En apenas 24 horas su vida cambiará para siempre porque, como en toda operación, siempre cabe la posibilidad de que algo salga mal. ¿Qué puede hacer alguien que se dedica a divulgar el cine si pierde su instrumento más preciado, es decir, sus ojos? Es esta inquietud la que dispara todo tipo de preguntas acerca de lo que ha significado la vista en su vida. La primera imagen que recuerda, los amaneceres que ha presenciado, la sombra del árbol que observa desde la ventana de su habitación, un hombre que se asoma a una cornisa, los colores reflejados en el agua de un río...
The Story of Looking (disponible en Filmin) nos invita a reflexionar sobre la acción de mirar. Mirar películas e imágenes, mirarnos a nosotros y a la vida misma. Más que un estudio concienzudo sobre la imagen, el documental es una celebración de la vida que presenciamos cada día al abrir los ojos sin apenas darnos cuenta. Por muy naíf que suene, la manera en la que lo cuenta es cercana y profundamente honesta. A veces da la sensación de estar ante un poema visual de casi 90 minutos. Las palabras pronunciadas en voz en off pasan a un segundo plano y nos entregamos al placer de los planos que aparecen en pantalla. Cousins consigue algo realmente difícil como es infundir en nosotros como espectadores una renovada pasión en el arte de observar.
Para ello se sirve además de fragmentos de películas de Tarkovski, Zhang Yimou, Baz Luhrmann... también pinturas de Goethe, Da Vinci, Frida Kahlo; lugares tan pintorescos como la mezquita de Isfahán en Irán o las Highlands escocesas... todo un embrujo que se siente como si mirásemos el mundo por primera vez. Y eso, bajo mi punto de vista, es un lujo.
Tan importante es saber mirar como hacerlo de la manera adecuada. Es algo para lo que nadie te enseña. Simplemente está ahí, instintivamente. Ahora que ha vuelto a despertar en mí cierto interés por la cultura japonesa gracias a la ficción, me surge una pregunta: ¿por qué los mangas se leen de manera distinta a los cómics occidentales y, en teoría, en menos tiempo?
La eficiencia en la lectura podría ser la causa más obvia. Por supuesto depende de la cantidad de viñetas y la obra en cuestión, pero los mangas son por lo general productos de consumo baratos, pensados para leerse en cualquier lado, en blanco y negro y con menos detalles por página que los cómics, que van impresos a color y a un precio más elevado. En otras palabras, no pasas tanto tiempo en cada panel porque la información se suministra de manera secuencial y dinámica. No es que esto no pase en los cómics, pero la estructura del manga hace que puedas leerlo en el metro de camino al trabajo o instituto.
Otra razón de peso la da Rachel Thorn, antropóloga cultural en la Universidad de Kioto, quien estudió lo que acuñó como "regla de la T" y que explica el orden de lectura y composición de viñetas que se aplica en Japón de forma natural desde finales de los años sesenta. Cuando vemos viñetas verticales en una página, nuestro cerebro occidental los lee de izquierda a derecha para después bajar a la línea siguiente. Sin embargo, a los japoneses les pasaba que a veces leían de arriba a abajo y luego a la izquierda. Era el problema de la regla de la cruz (+).
Uno tiende a deducir el orden de lectura de un cómic de manera intuitiva. Si todas las viñetas eran del mismo tamaño estaba claro, ¿pero qué ocurría cuando los paneles tenían anchos o alturas distintas? Que el lector se perdía. Así es como la regla de la T se impuso en Japón.
¿En qué consiste la regla de la T? Pues que si dos viñetas tienen la misma altura, se leen horizontalmente. Mientras que si tienen la misma anchura, se leen verticalmente. Os dejo este ejemplo que he hecho en un momento con el móvil para mostrar el orden de lectura ateniéndonos al tamaño de sus viñetas:
Lo fascinante es que todos los japoneses procesan esta lógica de lectura al instante. No necesitan aprenderlo ni un esfuerzo mental para interpretarlo de forma correcta. Ese es sin duda el gran mérito de diseño que esconde la regla de la T, la cual no tardó en ser utilizada por los mangakas más importantes desde mediados del siglo pasado. Su estandarización facilita una lectura más ágil y placentera, lo cual también puede ayudar a explicar el boom del manga como fenómeno global.
Y sobre fenómenos va precisamente Feels Good Man (2020), otra de esas piezas audiovisuales que ayudan a entender sucesos que, a priori, no parecían tener demasiado sentido. Me fascina la manera en la que como espectadores somos capaces de empatizar tanto con una obra que llegamos a mimetizarnos con ella, volcar nuestros sentimientos en algo que escapa a las intenciones de su autor. Nos adueñamos de pinturas porque nos recuerdan a paisajes en los que hemos estado, de novelas que describen emociones que nos embriagan, de personajes en películas y series que parecen hablar sobre nosotros... pero al mismo tiempo ejercemos una tiranía sobre ellos. De repente, un dibujo inocente escrito en la esquina de una servilleta puede alzarse como símbolo de odio en las manos equivocadas.
La identificación de un grupo con una imagen es peligrosa porque distorsiona el mensaje para sustituirlo por otro bien distinto. Eso es justo lo que le ocurrió a Pepe the frog, el simpático meme de una rana que había aparecido en un webcomic adolescente y que se convertiría, sin pretenderlo, en un icono para miles de supremacistas blancos. Su historia surgió en foros como 4chan, primero como chiste y más adelante convirtiendo en blanco de las críticas aquello sobre lo que pretendía satirizar.
Visto con perspectiva, se trata de una valiosa lección acerca de cómo se configuran los discursos en la era digital. Lo que hoy es un meme de Ayuso para ridiculizar su gestión política, mañana su significado se ha retorcido hasta representar justo lo opuesto. Trump ganó las elecciones estadounidenses gracias a este tipo de tácticas. Su electorado medio convirtió a la rana de Internet en un símbolo de rebeldía que combatía el 'statu quo'. Cualquier burrada tenía que ser superada por la siguiente. Y así es como Pepe the frog fue incluida en la lista de símbolos prohibidos por la Liga Antidifamación (Anti-Defamation League o ADL en inglés) al lado de la esvástica nazi. Un panorama que jamás hubiera imaginado el creador original. Bienvenido a Internet.
Y esto es todo. Seguiré mirando, aunque quizás con otros ojos, todo lo que me rodea. Espero que paséis una buena semana y ojalá pueda seguir escribiendo ahora que llegamos a septiembre. Increíble... ¡ya llevo un año con la newsletter! Parece que fue ayer cuando empecé a escribir sobre Rimbaud y la promesa de encontrar un espacio personal en el que reflejar algunas de mis inquietudes.
Un abrazo,
Sergio❤️