Una fotografía
¿Qué hallamos de nosotros mismos al vernos más jóvenes, alegres, contemplando el infinito a través del objetivo de una cámara?
Reviso la galería de mi móvil. Si exceptuamos las decenas de ‘memes’, algún vídeo guardado de TikTok y capturas de pantalla para no olvidar artículos con los que me he cruzado de pasada, podría decir que apenas tengo fotografías mías. Quizás con suerte un selfi esquivo, pero por lo general el carrete es todo lo impersonal que cabría imaginar de una persona ‘millenial’. Acostumbrados a lo efímero e inmediato, las stories han acabado por sustituir a las publicaciones del perfil y las instantáneas se han convertido en más instantáneas que nunca. Ráfagas que disparamos condenadas a desaparecer en veinticuatro horas, no sea que la persona que las tomó mañana no se reconozca en ellas. Desaparece el miedo, también la vergüenza. Y al final del día sigo preguntándome por qué, a pesar de este fenómeno, sigo sin tener espacio en mi teléfono.
Rehúyo el objetivo o tomo cien imágenes exactamente idénticas con la esperanza de decantarme por una porque la cámara miente. Deforma, altera, trampea las proporciones de mi cuerpo hasta hacerlo irreconocible. La luz soluciona el entuerto y los filtros te ponen orejas de perro con las que ocultar un peinado que no te convence. Por más vueltas que le doy, sigo pensando que en el huracán de los avances tecnológicos la mayor de las pérdidas se la ha cobrado la fotografía como ese artefacto de reminiscencias casi míticas y fantásticas que almacena recuerdos. Si me invadiese la nostalgia -enfermedad que afortunadamente aún no padezco- podría acudir a los álbumes que guardo en los armarios de casa. Bautizos, cumpleaños, bodas, viajes, cenas familiares, tardes en la piscina… ahí permanecerán convirtiéndose en el refugio de algún corazón atormentado. No creo que pueda decir lo mismo del verano de hace dos años o la quedada con amigos de la semana pasada.
Sé que es un debate superado y obsoleto, que los mil archivos en formato .jpg en el disco duro del ordenador en realidad es papel mojado, una ilusión, un capricho de mi mente obsesionada con la organización, pero que cuando las busque habrán perdido el poder evocador que tenían hace veinte años. La posibilidad de pulsar un botón y repetir las veces que queramos la misma pose o subirlas a una nube ha hecho que estén despojadas de su singularidad. Es basura digital que quizás no borre hoy ni mañana, pero que cuando necesite liberar espacio acabará sucumbiendo a la rapidez del dedo.
Don't go through your camera roll
So much you don't know that you've forgotten
What a trip, the way you can flip
Through all the good parts of it, I shouldn't have done it
No siempre fue así. Anécdotas hay para aburrir, por ejemplo muchos recordamos con precisión aquella cámara de fotos de usar y tirar que nuestros padres nos daban para las excursiones en el colegio. Mirábamos por la lente y, sin más referencia que nuestra intuición, pulsábamos hasta que el sonido del disparador nos advertía de que era el momento de mover la ruedecita de plástico para tomar la siguiente. En el carrete apenas teníamos espacio para treinta fotos, así que la elección del encuadre, un paisaje determinado y las personas que salieran en ella eran tan importantes que no cabía opción a desperdiciarlas. Luego llegaban las sorpresas a la hora de revelarlas, pero incluso entonces los errores se convertían en piezas de una belleza inesperada. Un sujeto desenfocado adquiría una intencionalidad y la extraña mancha que acompañaba a otra de repente la observabas desde un ángulo distinto como si fuese un efecto artístico.
No he sido nunca de aferrarme a las fotografías, aunque por la manera en la que me refiero a ellas pueda parecer lo contrario. Sin embargo, este verano pensé en que era un regalo original para una persona muy cercana. Fijaos qué cosas. Lo que hace no tanto era de lo más común, ahora cobra el sentido de un detalle inusual. El caso es que pensé en recopilar algunas fotografías significativas de su vida, las que pudieran remitirle a una emoción o un recuerdo especialmente feliz. No tardé demasiado en desistir cuando me vi abrumado ante miles y miles de imágenes sin orden ni concierto. Aunque las repasara sin apenas detenerme en ninguna en concreto necesitaría años para obtener una panorámica del vasto carrusel visual que vamos acumulando inconscientemente conforme crecemos con una cámara entre las manos.
Conforme escribo estas líneas tomo conciencia de que ya escribí sobre este asunto hace justo un año. Será que mi obsesión por la memoria y lo que permanece cuando todo a nuestro alrededor se derrumba me lleva a andar en círculos. En aquel momento lo relacioné con el maravilloso ensayo de Roland Barthes donde dejaba sentencias tan absolutas como que «la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente», pues «sea lo que sea lo que ella ofrezca a la vista y sea cual sea la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos». Pero entonces, ¿qué es lo que se vislumbra al otro lado? ¿A quiénes pertenecen esos contornos que nos miran congelados?
Desde hace más tiempo del que quisiera reconocer porque implica mi propio exilio, mi mes de septiembre tiene la forma de carreteras que me llevan de una comunidad autónoma a otra. Y siempre con la ligera compañía de una mochila al hombro y aquello que pueda meter en una maleta de mano. No necesito nada más. En la operación salida de este año el inventario sigue siendo de sobra conocido: ropa, libros, el ordenador portátil, un micrófono para grabar mi podcast, tuppers hasta arriba de comida… con la diferencia de un nuevo elemento que brilla en esta ocasión entre el resto de enseres: una fotografía de hace diecisiete años. En ella aparezco en primer plano junto a mis abuelos el día de mi cumpleaños. La encontré por casualidad guardada en un archivador con otros documentos y pensé que era buena idea que me acompañara de ahora en adelante allí donde fuera.
Es curioso el valor de una fotografía. Tengo en mi memoria el momento que representa y sin embargo no es eso lo que descubro ahora al observarla. No es cierto que la cámara capture un instante atrapado en el tiempo, sino que crea un lenguaje propio que se va desplegando ante nosotros con cada nueva mirada que posamos sobre ella. Por más que la palpo con los dedos y la examino de arriba a abajo no se agota, sino que me desvela mensajes reservados celosamente para mí. De pronto el brazo de mi abuelo sobre mi hombro despierta un sentimiento. El cruce de miradas desprende complicidad, sugiere formas y colores nuevos. ¿Qué esconde lo aparentemente visible? ¿Qué hallamos de nosotros mismos al vernos más jóvenes, alegres, contemplando el infinito a través del objetivo de una cámara? Me fascina la polisemia de la imagen y no debo de ser el único a juzgar por cómo se emplea en la construcción de relatos. En los medios de comunicación se incide en el éxito o fracaso de movilizaciones sociales atendiendo a la fotografía, a menudo hecha desde ángulos capciosos para solo mostrar aquello que interesa. Pero también es capaz de emocionar, transmitir historias y forjar identidades.
Una compañera de clase más joven que yo me explicaba con total naturalidad que alternaba entre varias cuentas de Instagram según la situación. Una dedicada exclusivamente a publicar contenido con su pareja, otra para la familia y amigos en la que muestra su cara más social, otra creada durante el confinamiento con un grupo de amigas para divertirse, la candado que tiene para cotillear… y probablemente me reveló apenas una pequeña parte de algo más complejo. Yo, por el contrario, solo tengo un perfil privado en el que aparece mi nombre real y donde agrego a personas que conozco. Lejos de juzgar el uso que hacemos de las redes, lo que manifiesta es que las personas que han nacido con la exposición digital como una condición de la que es imposible desprenderse han necesitado canalizar su presencia en ella no como una transposición de quienes son en realidad, sino como identidades compartimentadas que les permite adoptar, en términos junguianos, una máscara u otra según la ocasión.
Para ellos la imagen no es que carezca de valor, sino que su significado ha mutado ostensiblemente. La polisemia sigue siendo su propiedad intrínseca, pero ha ganado una enorme riqueza adaptativa. Si desde hace décadas se viene discutiendo acerca de las ‘relaciones líquidas’ planteadas por el filósofo Zygmunt Bauman, cabe preguntarse si el siguiente paso no será la capacidad de inventar y erigir un lenguaje igual de fluido, cambiante y poco predecible. La imagen copa ahora esos espacios sin que aún entendamos del todo bien sus mecanismos, pese a que recurrimos a ella cada vez que sacamos el móvil o encendemos el ordenador.
Las nuevas generaciones jamás guardarán un álbum en sus estanterías y es probablemente que los selfis que nos tomamos mueran en el mismo instante en el que los tomamos, pero las fotografías siguen constituyendo nuestras muletas más cercanas y firmes en el día a día. Ya no fotografiamos por el placer del objeto capturado ni para conservar el momento de forma egoísta, sino para compartirlo con el mundo. Si no lo muestras, no existe. Si fuiste al concierto de Amaia en el Wizink, pero no subiste ni una mísera storie de 15 segundos es que realmente no lo difrutaste. Incluso los videojuegos, en su afán por replicar las mismas sensaciones y estímulos, incluyen modos dedicados a tomar fotografías en las que se detiene la acción para cambiar el ángulo, la profundidad de campo o el tipo de lente. La finalidad sigue siendo la misma: exhibir tu logro ante los demás. La modernidad líquida quizás no se ajuste solo por las coordenadas de lo superficial o vínculos afectivos poco estables como definía Bauman, sino que también tendríamos que incluir el socializar mediante no tanto lo que somos, sino la proyección de lo que queremos ser.
Las casualidades han querido que termine la semana visitando el Museo del Prado. Rodeado de cuadros regreso a la pertinente apreciación sobre la contundencia de las imágenes. A pesar de haber ido varias veces, la mayoría siempre con prisas y apenas conseguía abstraerme frente a la obra artística que tenía delante. Al fin he podido perderme en la intensidad de sus colores (increíble el trabajo de restauración en algunas piezas), en los trazos y luces que con más viveza que nunca he disfrutado. E incluso así soy consciente de que abarcar todas sus salas me llevaría varios días, por lo que ya tengo otra excusa para volver.
Un abrazo,
Sergio❤️